Material Literatura tercer año Prof. Leonardo Flores 2020


HORACIO QUIROGA

Profesor de literatura, lector refinado, áspero amante de la selva y de muchachas adolescentes, fotógrafo, admirador precoz del cine, loco, humorista, malhumorado, dispéptico, químico aficiona- do, testigo y causante de muertes cercanas, ciclista, mecánico amateur, padre singular. Qué imagen privilegiar. Apenas uno trata de capturar el deslumbramiento múltiple que le provoca Horacio Quiroga su figura se le escapa por los cuatro costados. Y, sin embargo, a medida que uno va adentrándose en la vida y en la escritura de este hombre, empieza a entender que cada uno de estos roles, elegido o provisto por la fatalidad, fue indispensable para constituirlo (…)
La múltiple experiencia y el múltiple deseo que lo constituían (…) todo lo que vivió, en crudo o trastocado, irrumpe en sus cuentos.

Entre los escritores a quienes eligió como maestros del género —Poe, Maupassant, Kipling, Chejov, nada menos—, a quien más se parece es a Maupassant.
En cuanto a la influencia de Kipling (…) Para Kipling, la jungla era un asunto poético (…); de ahí el tono épico —es decir asombrado, enfatizado— de sus cuentos de la selva. Quiroga no era un colonizador sino un habitante de Misiones (…) no hay énfasis, ni color local, ni elocuencia descriptiva en sus relatos; y, cuando los hay, se puede asegurar que no se está ante el mejor Quiroga. Con Maupassant tiene en común no sólo la capacidad feroz de trabajo y la compulsión de narrarlo todo (los dos parecen escribir bajo el principio básico del “nada de lo humano me es ajeno”), también, y sobre todo, la cualidad de capturar lo singular, lo narrable que hay en los tipos humanos más inesperados. Los dos abarcaron desde las modas citadinas y la vida galante hasta los hábitos y las luchas del ámbito rural; los dos tuvieron una mirada desprejuiciada sobre desclasados y marginales, y, con mucha más frecuencia, encontraron el terror en las amenazas del mundo real, en las alucinaciones y en la locura, que en lo inexistente. Los dos escribieron novelas (varias, en el caso de Maupassant, sólo dos en el caso de Quiroga) de las que su historia literaria podría haber prescindido porque su excepcionalidad se manifestó sólo en sus cuentos, que configuraron un universo completo. Escribieron a destajo, pelearon contra el río a golpe de remo, amaron los transportes de riesgo (el globo aerostático de Maupassant, la motocicleta precaria de Quiroga), fueron implacables con la imbecilidad y los prejuicios de la sociedad de su tiempo y, a la vez, formaron parte de esa sociedad.
Construirse cuentista en Latinoamérica y en el Río de la Plata no era lo mismo que ser un escritor francés. Acá había que inventarlo casi todo. Y Quiroga lo inventó. Desde un espacio más espinoso que la nada: desde la adversidad.

Quiroga es inabarcable. El lector refinado, el hombre que había ejercido como profesor de literatura y se movía en los cenáculos literarios, que había viajado a París, que había publicado ya el libro de cuentos Los arrecifes de coral, elige el desafío de convivir —de luchar cuerpo a cuerpo— con la selva, con el sol como fuego y con el río. Allí, cerca de las ruinas de San Ignacio, fue curio- so juez de Paz, destilador y agricultor malogrado, allí remó contra la corriente y se abrió paso a machetazos, allí nacieron sus hijos Eglé y Darío, allí asistió a la muerte lenta de su mujer, Ana María Cirés, una muchacha muy joven que, al no poder soportar la vida en la selva, tomó cianuro para suicidarse. Allí, de una manera muy singular, crió solo a sus dos hijos. Del respeto que le tuvo Quiroga a la selva, a los personajes curiosos que habitaban sus cercanías, a cada uno de sus bichos, al río, da cuenta lo mejor de su narrativa. Sabiéndose extraño él mismo, tenía la capacidad de entender, de respetar lo extraño que había en cada uno de los seres de frontera que lo rodeaban.
Por otra parte, también fuera de la selva la vida de Quiroga fue un continuo desafío, un situarse siempre en el borde. Viajaba en moto, manejaba como un loco, todo lo que hacía parecía colocarlo al filo de la muerte; desde ese filo, sin embargo, era un amador empedernido de la vida. De todo esto da cuenta su narrativa.
Sus cuentos tienen, entonces, una doble fascinación: se instalan como sistemas cerrados, rigurosos, exponentes magistrales del género cuando Quiroga alcanza el máximo de su excelencia. Y muestran, a retazos y reformuladas, su experiencia de vida y su visión del mundo.
El cuentista va experimentando cambios de escritura, de ámbito, va moviendo a lo largo de su vida el centro de su interés, de modo que, involuntariamente, va llevando en sus cuentos un registro de los cambios (…) son hechos unitarios, corresponden a una época, a un modo de la escritura, a una manera singular de registrar la experiencia vivida y de elegir las experiencias narrables. En casos como el de Quiroga, además, lo vivido —sobre todo lo vivido en la selva— suele emerger luminosamente, constituyendo lo más excepcional de su narrativa.

Cualidades literarias:

Hay, sin duda alguna, un libro que, como totalidad, es antológico, Los desterrados, donde Horacio Quiroga consigue fundir todas sus cualidades literarias.
   Y cuando hablo de cualidades literarias no sólo me refiero al rigor formal, a la precisión de los adjetivos, a lo ajustado de la estructura: hablo, sobre todo, de su capacidad de saber al otro, de verse incluso a mismo como el otro (ocurre en “El techo de incienso”), de captar la grandeza y la locura que alientan en seres marginales: bandoleros, matones, mensúes, hombres que a veces, apenas con dos líneas, queden definidos de manera imborrable.  Hombres en la frontera que huyen de algo o que ya no tienen nada que perder o que entienden la vida como un permanente desafío, una lucha inútil contra la adversidad: ese es el mundo de Los desterrados. Cada una de sus historias da cuenta de uno o de varios de estos personajes, que a veces se definen con sólo hablar, porque esa es otra de la virtudes de Quiroga: la de encontrar el habla (y por lo tanto conocer la psicolo gía profunda) de sus personajes.

“A vos, Negro, por tus motas, te voy a pagar dos pesos y la rapadura. No te olvides de venir a cobrar a fin de mes”, le dice el estanciero a João Pedro, en el cuento que le da título al libro. Y más adelante, João Pedro al estanciero: “Eu vengo a quitar a vocé de en medio. Atire vocé primeiro, e nao erre”

Estos son apenas unos ejemplos de la manera en que Quiroga crea para cada personaje una sin- taxis y un lenguaje.

La manera elusiva es constante en la mejor escritura de Quiroga. Van Houten, otro personaje inolvidable del libro Los  desterrados, es descripto de esta manera:
Lo-que-queda-de-Van-Houten, en razón de que le faltaban un ojo, una oreja y tres dedos de la mano derecha (...) En el resto era un hombre bajo...”
Repárese en lo sutil- mente humorístico de ese “en el resto”. Hacia el final Van Houten será descripto con esta economía:
“Hombre guapo para la piedra  y duro para morir en la mina”. A su vez, Van Houten describe así a un milanés, compañero de trabajo: “Cuando no estaba borracho, era un hombre duro para el trabajo”. No hace falta más. En ese mismo cuento, Quiroga describe así la caída de Van Houten en un pozo: “Allá arriba, apareció la cabeza de mi hermano, gritándome. Y cuanto más gritaba, más disminuía su cabeza y el pozo se estiraba y se estiraba hasta ser un puntito en el cielo”. Manera suscinta de contar a través de su propia percepción cómo el personaje se va hundiendo.

Y basta con atender a la descripción que el propio Quiroga hace de algunos de sus personajes para atisbar la fascinación que tendrá para nosotros esa gente por descubrir:
“Así Juan Brown, que habiendo ido por sólo unas horas a mirar las ruinas, se quedó veinticinco años allá; el doctor Else, a quien la destilación de naranjas llevó a confundir a su hija con una rata; el químico Rivet, que se extinguió como una lámpara, demasiado repleto de alcohol carburado”.
Además puede rastrearse el propio Quiroga tomado como personaje (como narrador, en “La cámara oculta”, como protagonista en “El techo de incienso”), se advierte nítidamente un rasgo que también atraviesa otros cuentos de   Quiroga, pero en el que se repara poco: el humor.
En cuanto al horror, en el que es especialista, su eficacia reside en la maestría con que omite el punto culminante de ese horror, dejando a cargo de la imaginación del lector la tarea de hacerlo cre- cer hasta lo intolerable.
Bastan dos ejemplos, seguramente sus dos cuentos más célebres, y entre los mejores que se hayan escrito dentro de ese campo en la narrativa latinoamericana: “El almohadón de plumas”, donde la pequeña y fría aclaración en el final provoca en el lector un escalofrío que persiste  y “La gallina degollada”, donde la ferocidad real ocurre detrás de una puerta que el autor no abrirá nunca.
Como el horror, también lo —en apariencia— fantástico suele hundir sus raíces en la realidad.
En la mayor parte de los casos, el efecto fantástico suele tener su origen en las alucinaciones y en la locura.
Cuentos como “La insolación”, el “El alambre de púa” o las dos partes de Anaconda muestran el amplísimo registro del punto de vista de su autor, su profunda capacidad de comprensión, que no solo se constituye en personajes humanos (…) también en ciertos animales desde los cuales Quiroga expresa una percepción única de la naturaleza y el estado de perplejidad ante la conducta inexplicable de ciertos hombres. Hay otra clase de identificación con los animales, que sí se puede vincular con lo fantástico o, mejor, con lo fabuloso. El caso de animales que hablan y que, a veces, se comportan como humanos Sucede en “El hombre sitiado por los tigres”. Y también en La señorita Leona” y en “Juan Darién”, exponentes certeros de una lucha interior sin solución entre lo civilizado y lo salvaje.


 Malhumorado, desbordante, de complicadas relaciones matrimoniales , tierno con los chicos y con ciertos animales, obsesi-vo, maestro impar de cuentistas. Este es el escritor que no sólo contó la vida (la pasión múltiple que implica la vida); también, y de manera excepcional, contó  la muerte como acto de vida. Se adentró como pocos en la incredulidad, en la rebeldía, en la esperanza engañosa del hombre que    sabe ---que no está dispuesto a aceptar— que se está muriendo. Sus personajes se resisten a la muerte, la pelean hasta el último aliento, por eso son tan dolorosos.
Se ha tratado vastamente el vínculo de Quiroga con la muerte. Muertes violentas las que lo asediaron, además. La de su padre, la de su padrastro, la de su amigo Ferrando (las tres provocadas por armas de fuego), el suicidio con cianuro de su primera mujer y, muchos años después de la muerte de Quiroga, el suicidio de sus hijos Eglé y Darío. Sin duda, desde el observador, desde aquel que mira estas muertes como una totalidad que envuelve y atraviesa a Quiroga, su figura aparece marcada y unívocamente definida por ellas. Pienso, sin embargo, que Quiroga no puede ser bien compren dido a la luz de esas muertes, salvo de una, que lo representa entero: la suya propia. Cuando se entera de que tiene cáncer, se suicida con cianuro. Ese acto de voluntad, esa elección de cerrar su vida sin posibilidad de claudicación, es coherente con el hombre que fue y vivió de acuerdo con sus principios  implacables, el que resistió la muerte de tanta gente querida y, sin embargo (o por eso), fue capaz de narrar la muerte sin caer en la autocomplacencia del dolor. Cuando salió de una de sus internaciones en el Hospital de Clínicas, poco antes de morir, fue a la casa de Martínez Estrada. Se acostó en la cama, y Martínez Estrada lo cuenta así:
“Quiroga, de espaldas, con las piernas abiertas sobre la colcha, echaba humo como si se le quemara la barba. Estrada (me dijo),
¿no tiene alguna música nueva?” Estrada cuenta que puso la Sexta Sinfonía de Tchaikovsky, y luego la Muerte de Isolda, y sigue: “Seguía glorioso, feliz, bajo sus númenes angélicos, olvidado de sus terribles dolencias, de su vejez, de su soledad, de su fracaso, de su pobreza, con su vientre perforado por la cánula de goma y su ignorado cáncer (…) Entrecerraba los ojos, y terminó el disco cuando él arrojó la colilla. Una muerte con mise en scene. Lo contemplábamos como a un ángel”.

Liliana Heker
Buenos Aires, noviembre de 2007



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