"El Hombre del traje negro"
Ahora
soy un hombre muy viejo, y esto es algo que me ocurrió cuando era muy joven,
con sólo nueve años. Fue en 1914, el verano después de que mi hermano Dan
muriera en un prado y tres años antes de que Estados Unidos entrara en la
Primera Guerra Mundial. Nunca le he contado a nadie lo que ocurrió en la
bifurcación del río aquel día, y nunca lo haré… al menos de palabra. Sin
embargo, he decidido escribirlo en este libro que dejaré en la mesilla junto a
mi cama. No puedo escribir de corrido, porque ahora las manos me tiemblan
terriblemente y apenas tengo fuerzas, pero no creo que me lleve mucho tiempo.
Más
tarde, puede que alguien encuentre lo que he escrito. Me parece probable,
porque está en la naturaleza humana mirar en un libro marcado como Diario después
de que su dueño haya muerto. De modo que, sí, probablemente se leerán mis
palabras. Cuestión distinta es si alguien las creerá o no. Casi seguro que no,
pero no importa. No me interesan las opiniones, sino la libertad, y he
descubierto que la escritura puede proporcionármela. Durante veinte años
escribí una columna titulada «Hace mucho tiempo, en un lugar lejano» para el Call de
Castle Rock, y sé que a veces funciona así, que lo que escribes a veces te deja
para siempre, como las viejas fotografías abandonadas bajo el sol radiante,
fundido en un blanco absoluto.
Rezo
por esa clase de liberación.
A
los noventa años, un hombre debería haber dejado atrás los miedos de la
infancia, pero, conforme los achaques me asolan lentamente, como olas que
rompen cada vez más cerca de un castillo de arena construido al tuntún, ese
horrible rostro se vuelve cada vez más claro en mi imaginación. Brilla como una
estrella negra en las constelaciones de mi infancia. Lo que pude haber hecho
ayer, a quienes pude haber visto en mi habitación de la residencia, lo que pude
haberles dicho, o ellos a mí…, todo eso se ha esfumado, pero el rostro del
hombre del traje negro resulta cada vez más nítido y más cercano, y recuerdo
cada palabra que dijo. No quiero pensar en él, pero no puedo evitarlo, y a
veces, de noche, mi viejo corazón late tan fuerte y tan rápido que creo que se
me va a reventar en el pecho. Así que destapo mi pluma y obligo a mi vieja mano
temblorosa a escribir esta anécdota sin sentido en el diario que una bisnieta
mía (no puedo recordar su nombre con certeza, al menos no en este preciso
momento, pero sé que empieza por "S") me regaló la Navidad pasada, y en el
que nunca he escrito antes. Pues bien, voy a hacerlo ahora. Escribiré la
historia de cómo me encontré con el hombre del traje negro en la orilla del río
Castle una tarde del verano de 1914.
La
ciudad de Motton era un mundo diferente en aquella época, más diferente de lo
que nunca podría contaros. Era un mundo sin aviones zumbando en lo alto, un
mundo casi sin coches ni camiones, un mundo en el que los cielos no estaban
cortados en líneas y franjas por el tendido eléctrico sobre nuestras cabezas.
No
había ni una sola carretera asfaltada en toda la ciudad, y el distrito
financiero no consistía más que en el colmado de Corson, la cuadra de alquiler
y ferretería de Thut, la iglesia metodista en Christ’s Corner, la escuela, el
ayuntamiento y, a un kilómetro de allí, el restaurante de Harry, que mi madre
llamaba, con indefectible desdén, «la licorería»
Pero la
diferencia estribaba, sobre todo, en cómo vivía la gente, en lo apartada que
estaba. No estoy seguro de que los nacidos en la segunda mitad del siglo xx
puedan creerlo, aunque digan que sí por deferencia a viejos como yo. En primer
lugar, por entonces no había teléfonos en el oeste de Maine. El primero no se
instaló hasta cinco años después y, para cuando hubo uno en casa, yo tenía
diecinueve años y estaba estudiando en la Universidad de Maine, en Orono.
Pero eso es
sólo la corteza. No había un médico hasta llegar a Casco, ni más de una docena
de casas en lo que se llamaba una ciudad. No había barrios (ni siquiera sé si
conocíamos la palabra, aunque teníamos una expresión, «vecinal», que describía
las actividades de la iglesia y los bailes), y los campos abiertos eran la
excepción más que la regla. Fuera de la ciudad, las casas eran granjas alejadas
unas de otras y, desde diciembre hasta mediados de marzo, básicamente nos
guarecíamos en esas pequeñas bolsas de calor hogareño llamadas familias. Nos
resguardábamos, escuchábamos el viento en la chimenea y deseábamos que nadie
enfermara, se rompiera una pierna o se llenara la cabeza de malas ideas, como ese
granjero en Castle Rock que había descuartizado a su mujer e hijos tres
inviernos atrás y luego dijo en el juicio que los fantasmas le habían obligado
a hacerlo. En aquel tiempo, antes de la Gran Guerra, casi todo Motton era
bosque y pantano, lugares oscuros y extensos llenos de alces y mosquitos,
serpientes y secretos. En aquel tiempo había fantasmas por todas partes.
Esto de lo
que hablo ocurrió un sábado. Mi padre me dio una lista entera de tareas,
incluidas algunas que habrían correspondido a Dan si aún estuviera vivo. Dan
era mi único hermano, y había muerto por una picadura de abeja. Había pasado un
año y mi madre todavía no quería oír hablar de aquello. Decía que había sido
otra cosa, tenía que haber sido otra cosa, y que nadie se ha muerto nunca por
una picadura de abeja. Cuando Mama Sweet, la mujer de más edad en las
Voluntarias Metodistas, trató de decirle el invierno anterior, durante la cena
parroquial, que lo mismo le había ocurrido a su tío favorito allá por el año
73, mi madre se tapó los oídos, se levantó y salió del sótano de la iglesia. No
había vuelto desde entonces, y nada de lo que mi padre pudiera decirle le hizo
cambiar de idea. Mi madre decía que había terminado con la iglesia, y que, si
alguna vez volvía a ver a Helen Robichaud (ése era el nombre real de Mama
Sweet), le sacaría los ojos de un tortazo. No podría contenerse, dijo.
Ese día, mi
padre quería que partiera leña para el fogón de la cocina, escardara las judías
y pepinos, sacara heno del pajar, cogiera dos jarras de agua para ponerlas en
la fresquera, y rascara tanta pintura como pudiera de la portilla de la bodega.
Después, dijo, podría ir a pescar, si es que no me importaba ir solo (él tenía
que ir a ver a Bill Eversham para hablar de unas vacas). Yo le dije que claro
que no me importaba, y mi padre sonrió como si aquello no le sorprendiera
mucho. Me había regalado una caña de bambú la semana anterior (no porque fuera
mi cumpleaños ni nada, sólo porque a veces le gustaba regalarme cosas) y yo me
moría de ganas por probarla en el río Castle, que era, de largo, el riachuelo
con más truchas en el que he pescado nunca.
—Pero no te
adentres mucho en el bosque —me dijo—. No pases de donde se bifurca.
—Sí, papá.
—Prométemelo.
—Te lo
prometo.
—Ahora
prométeselo a tu madre.
Estábamos en
la escalera de entrada. Mi padre me había parado cuando yo me dirigía a la
fresquera con las jarras de agua y a continuación me giró para situarme frente
a mi madre, que estaba de pie junto a la encimera de mármol, envuelta en un
torrente de intensa luz matinal que caía por las ventanas dobles sobre el
fregadero. Un rizo de pelo le atravesaba un lado de la frente hasta tocarle una
ceja (¿veis qué bien lo recuerdo todo?). El resplandor convertía ese pequeño
rizo en filamentos dorados, y me entraron ganas de correr hacia ella y rodearla
con mis brazos. En ese instante la vi como una mujer, como mi padre debía de
haberla visto. Recuerdo que llevaba un sencillo vestido todo cubierto de
pequeñas rosas rojas, y estaba amasando pan. Candy Bill, nuestro pequeño
terrier negro, permanecía atento a sus pies, mirando hacia arriba, a la espera
de lo que pudiera caer. Mi madre me estaba mirando.
—Lo prometo
—dije.
Ella sonrió,
pero con esa sonrisa preocupada que siempre parecía tener desde que mi padre
trajo a Dan en brazos desde aquel prado. Mi padre había venido llorando y con
el pecho descubierto. Se había quitado la camisa para cubrir la cara de Dan,
que se había hinchado y cambiado de color. «¡Mi niño! —había gritado—. ¡Oh,
mira mi niño! ¡Dios santo, mira mi niño!». Lo recuerdo como si fuera ayer. Fue
la única vez que oí a mi padre nombrar al Señor en vano.
—¿Qué
prometes, Gary? —preguntó mi madre.
—Prometo ni
pasar de donde se bifurca.
—No pasar.
—Eso.
Mi madre me
lanzó una mirada paciente y callada, mientras sus manos seguían trabajando la
masa, que ahora tenía un aspecto fino y sedoso.
—Prometo no
pasar de donde se bifurca.
—Gracias,
Gary —dijo—. Y recuerda que la gramática sirve para el mundo igual que para la
escuela.
—Sí, mamá.
Candy Bill
me siguió mientras hacía mis tareas y se sentó a mis pies cuando engullí mi
almuerzo, mirándome con la misma atención que había mostrado mi madre al tiempo
que amasaba el pan, pero, cuando cogí la nueva caña de pescar y la vieja cesta
del patio delantero, se detuvo y se quedó atrás, junto a un viejo rollo de
valla para nieves, mirando. Lo llamé, pero no quiso venir. Ladró una vez o dos,
como pidiéndome que volviera, pero eso fue todo.
—Muy bien,
quédate —dije, tratando de aparentar que no me importaba.
Pero sí me importaba, al menos un
poco. Candy Bill siempre iba a pescar conmigo.
Mi madre se
acercó a la puerta y me miró, haciéndose sombra con la mano. Aún puedo verla
así, y es como mirar una fotografía de alguien que luego fue infeliz o murió de
repente.
—Ahora obedece
a tu padre, Gary.
—Sí, mamá,
lo haré.
Me dijo
adiós con la mano y yo le devolví el gesto. Luego me di la vuelta y me fui.
El sol me
daba en la nuca, fuerte y caliente, en los primeros cuatrocientos metros o así,
pero luego me adentré en el bosque, donde una sombra doble caía sobre el
camino, hacía fresco, olía a abeto y se oía al viento silbar entre las extensas
y espinosas arboledas. Caminaba con la caña al hombro, como hacían los niños
por entonces, y en la otra mano llevaba la cesta como si fuera una bolsa o el
maletín de muestras de un vendedor. A unos tres kilómetros en el interior del
bosque, por un camino que no era más que un doble surco con una línea de hierba
que crecía en el montículo central, empecé a oír el apresurado y ansioso rumor
del río Castle. Pensé en truchas con brillantes lomos moteados y vientres de un
blanco puro, y el corazón se me aceleró.
El riachuelo
fluía bajo un puentecito de madera, y las lomas que bajaban hasta el agua eran
empinadas y frondosas. Avancé con cuidado, agarrándome donde podía y hundiendo
bien los talones. Al bajar, sentí que iba saliendo del verano para volver a
mediados de primavera. El agua desprendía un suave frescor y un olor vegetal
como de musgo. Cuando llegué al borde del agua me quedé allí un rato de pie,
respirando ese olor musgoso y mirando a las libélulas trazar círculos y a los
mosquitos patinar en el agua. Entonces, más abajo, vi una trucha saltando para
capturar una mariposa, una gran trucha de unos treinta y cinco centímetros, y
recordé que no había ido allí sólo de paseo.
Caminé por
la orilla, siguiendo la corriente, y mojé la caña por primera vez con el puente
todavía a la vista río arriba. Algo tiró de la punta de mi caña hacia abajo una
vez o dos y se comió medio gusano, pero aquel pez era demasiado astuto para mis
manos de niño de nueve años, o quizá no estaba lo bastante hambriento para ser
imprudente, así que seguí.
Me detuve en
otros dos o tres sitios antes de llegar al lugar donde el Castle se bifurca
para ir al sudoeste, hacia Castle Rock, y al sudeste, hacia el pueblo de
Kashwakamak, y en uno de ellos pesqué la mayor trucha que he cogido nunca, una
preciosidad que medía cincuenta centímetros de la cabeza a la cola según la
pequeña regla que llevaba en la cesta. Era una trucha gigantesca, incluso para
aquel tiempo.
Si hubiera
aceptado aquello como un regalo suficiente para un día y me hubiera vuelto,
ahora no estaría escribiendo (y esto va a ser más largo de lo que pensaba, ya
lo estoy viendo), pero no lo hice. En vez de eso, me puse manos a la obra con
el pez, allí mismo y en ese momento, tal como mi padre me había enseñado,
limpiándolo, colocándolo sobre hierba seca en el fondo de la cesta y
cubriéndolo luego de hierba húmeda, y seguí. A los nueve años no pensaba que
pescar una trucha de cincuenta centímetros fuera algo extraordinario, aunque sí
recuerdo mi sorpresa al ver que el sedal no se había roto cuando, sin red ni
tampoco maña, la jalé fuera del agua y la traje hacia mí en un torpe círculo
lleno de coletazos.
Diez minutos
después llegué al lugar donde el río se dividía en aquel tiempo. Aquello hace
mucho que desapareció. Ahora hay una colonia de dúplex donde antiguamente el
Castle seguía su curso, y también una escuela municipal, y, si hay un arroyo,
fluye a oscuras. Entonces el riachuelo se dividía alrededor de una enorme roca
gris casi del tamaño del retrete anexo a nuestro casa. Allí había un espacio
llano y agradable, herboso y suave, que daba a lo que mi padre y yo llamábamos
«la rama sur». Me puse de cuclillas, tiré el sedal al agua, y casi de inmediato
capturé una hermosa trucha arcoíris. No tenía el tamaño de la otra —sólo
treinta centímetros o así—, pero con todo era un buen ejemplar. La limpié antes
de que sus branquias dejaran de moverse, la guardé en la cesta y volví a tirar
el sedal al agua.
Esta vez no
picó ningún pez inmediatamente, así que me tumbé y me puse a mirar la franja
azul de cielo que podía verse a lo largo del arroyo. Las nubes pasaban
flotando, de oeste a este, y traté de pensar sacarles parecido. Vi un
unicornio, después un gallo, y luego un perro que se asemejaba un poco a Candy
Bill. Estaba esperando la siguiente nube cuando me quedé amodorrado.
O quizá
dormido, no estoy seguro. Sólo sé que fue un tirón en mi sedal, tan fuerte que
casi me arranca la caña de bambú de la mano, lo que me devolvió a aquella
tarde. Me senté, agarré la caña, y de pronto me di cuenta de que algo se había
posado en la punta de mi nariz. Crucé los ojos y vi una abeja. Sentí que el
corazón se me paraba en el pecho, y durante un terrible segundo tuve la certeza
de que iba a mojar los pantalones.
Se repitió
el tirón en el sedal, más fuerte esta vez, pero, aunque yo mantuve bien
agarrado el extremo de la caña para que no fuera arrastrada al arroyo y, quizá,
llevada por la corriente (creo que incluso tuve el suficiente aplomo para
aflojar el sedal con mi dedo índice), no hice ningún esfuerzo por tirar de mi
presa. Toda mi aterrorizada atención estaba fija en aquella cosa gorda, negra y
amarilla, que usaba mi nariz como área de descanso.
Lentamente
desplegué mi labio inferior y soplé hacia arriba. La abeja se agitó un poco,
pero permaneció en su sitio. Volví a soplar y la abeja volvió a agitarse… Pero
esta vez también pareció impacientarse, y no me atreví a soplar más por miedo a
que se enfadara del todo y me diera un picotazo. La tenía demasiado cerca para
distinguir lo que estaba haciendo, pero era fácil imaginarla clavando su aguja
en uno de los agujeros de mi nariz y lanzando su veneno nariz arriba hacia mis
ojos. Y hacia mi cerebro.
Me asaltó
una idea terrible: que aquélla era la misma abeja que había matado a mi
hermano. Sabía que no era verdad, y no sólo porque las abejas probablemente no
viven más que un solo año (excepto quizá las reinas, en su caso no estaba tan
seguro). No podía ser verdad porque las abejas mueren cuando pican, e incluso a
los nueve años yo lo sabía. Tienen los aguijones dentados, y cuando echan a
volar después de realizar su proeza, se destrozan. Con todo, la idea persistió.
Aquélla era una abeja especial, una abeja diabólica, y había vuelto para acabar
con el otro hijo de Albion y Loretta.
Y hay otra
cosa: ya me habían picado abejas antes, y, aunque las picaduras se habían
hinchado quizá más de lo normal (no puedo asegurarlo), no había muerto a causa
de ello. Eso sólo le tocó a mi hermano, una terrible trampa que le había sido
tendida en plena pubertad, una trampa de la que, de algún modo, yo había
escapado. Pero, mientras bizqueaba hasta que me dolieron los ojos en un intento
de enfocar a la abeja, la lógica no existía. Lo que existía era la abeja, nada
más, la abeja que había matado a mi hermano con tal saña que mi padre se había
bajado los tirantes del peto para quitarse la camisa y tapar la cara hinchada y
embotada de Dan. Incluso en medio de su más profundo dolor, mi padre había
hecho eso porque no quería que su mujer viera en lo que se había convertido su
hijo mayor. Ahora había vuelto la abeja, e iba a matarme. Iba a matarme y yo
iba a morir convulsionándome sobre la orilla, sacudiéndome igual que una trucha
cuando le quitas el anzuelo de la boca.
Mientras
estaba allí sentado al borde del pánico (simplemente de levantarme de un salto
y salir corriendo a cualquier sitio), oí un ruido a mis espaldas, tan brusco e
imperioso como un disparo, pero supe que no era un disparo. Era alguien dando
una palmada. Una sola palmada. Justo cuando sonó, la abeja rodó por mi nariz y
cayó en mi muslo, con las patas hacia arriba y el aguijón convertido en un
inofensivo hilo negro sobre la vieja y raspada pana marrón. Enseguida vi que
estaba tiesa como la mojama. En ese mismo momento la caña dio otro tirón, el
más fuerte de todos, y casi volví a perderla.
Agarré la
caña con las dos manos y le di un gran y estúpido tirón que habría hecho que mi
padre se llevara las manos a la cabeza, de haber estado allí para verlo. Una
trucha arcoíris, bastante más grande que la que había pescado antes, salió
húmeda y aleteante del agua, centelleando y esparciendo gotitas de agua por los
filamentos de la cola. Parecía una de esas imágenes idealizadas que solían
aparecer en las portadas de revistas masculinas como True yMan’s Adventure allá por los años cuarenta y
cincuenta. Sin embargo, en ese momento pescar un gran ejemplar era casi lo
último en lo que pensaba, y cuando el sedal se rompió y el pez cayó de nuevo al
arroyo, apenas me di cuenta. Miré atrás para ver quién había dado la palmada.
Arriba, donde acababan los árboles, había un hombre. Tenía la cara muy pálida y
alargada. Llevaba el pelo negro pegado al cráneo y peinado con sumo cuidado
hacia la izquierda de su estrecha cabeza. Era muy alto. Llevaba un traje negro
de tres piezas, y supe al instante que no era un ser humano, porque sus ojos
eran entre rojos y anaranjados, como las llamas de una estufa de leña. No me
refiero sólo a los iris, porque no tenía iris, ni pupilas, ni desde luego
blanco de los ojos. Sus ojos eran completamente naranjas, de un naranja
cambiante y tembloroso. Y realmente es demasiado tarde para no decir
exactamente lo que pienso, ¿no? Aquel hombre estaba ardiendo por dentro, y sus
ojos eran como esas pequeñas portillas de mica que a veces se ven en las puertas
de las estufas.
Se me aflojó
la vejiga, y el desgastado marrón donde yacía la abeja muerta se oscureció.
Apenas sabía lo que había pasado, y no podía apartar los ojos del hombre que
estaba en lo alto de la orilla mirándome, el hombre que había salido caminando
después de cincuenta kilómetros de bosques impenetrables en el oeste de Maine
con un elegante traje negro y finos zapatos de cuero reluciente. Podía ver la
cadena de su reloj enrollada a su chaleco, brillando bajo el sol estival. El
hombre no tenía ni una sola aguja de pino encima, y me estaba sonriendo.
—¡Vaya, si
es un pescadorcito! —exclamó con voz suave y agradable—. ¡Mira por dónde! Qué
encuentro tan afortunado, ¿verdad, pescadorcito?
—Hola —dije.
La voz no me
temblaba, pero tampoco parecía mi voz. Sonaba mayor, como la voz de Dan, quizá.
O incluso como la de mi padre. Y lo único que pensaba era que aquel hombre me
dejaría ir si yo fingía no ver lo que era, si fingía no haber visto que había
llamas resplandeciendo y danzando donde deberían haber estado sus ojos.
—Puede que
te haya ahorrado una fea picadura —dijo.
Y vi con
horror que empezaba a bajar por la loma hasta donde yo estaba sentado con una
abeja muerta en el muslo mojado y una caña de bambú en mis manos entumecidas.
Sus zapatos
de ciudad y de suela lisa deberían haber resbalado sobre la maleza y los
hierbajos que cubrían la empinada orilla, pero no lo hicieron, y observé que
tampoco dejaban huella. Allí donde sus pies habían pisado —o parecían haber
pisado— no había ni una sola rama rota, ni una hoja aplastada, ni una huella de
zapato.
Incluso
antes de que llegara junto a mí, reconocí el aroma que emanaba su piel bajo el
traje, el olor de cerillas quemadas. El olor a azufre. El hombre del traje
negro era el Diablo. Había salido de los espesos bosques que hay entre Motton y
Kashwakamak, y ahora estaba allí de pie, a mi lado. Por el rabillo de un ojo
pude ver una mano tan pálida como la de un maniquí en un escaparate. Sus dedos
eran espantosamente largos.
Se puso de
cuclillas a mi lado, y sus rodillas crujieron como podían crujir las de
cualquier hombre normal, pero cuando movió las manos para dejarlas colgando
entre sus rodillas, vi que cada uno de esos largos dedos terminaba en algo que
no era una uña, sino una larga garra amarilla.
—No has
respondido a mi pregunta, pescadorcito —dijo con su suave voz.
Era, ahora
que lo pienso, como la voz de uno de esos locutores de radio en los programas
con orquesta de algunos años después, esos que anunciaban Geritol, Serutan,
Ovaltine y las pipas del Doctor Grabow.
—Qué
encuentro tan afortunado, ¿verdad, pescadorcito?
—Por favor,
no me haga daño —susurré tan bajito que apenas me oí.
Estaba más
asustado de lo que puedo describir, más asustado de lo que quiero recordar…
Pero me acuerdo. Me acuerdo perfectamente. No se me pasó por la cabeza esperar
que aquello fuera un sueño, como supongo que hubiera hecho, quizá, de haber
sido mayor. Pero no era mayor. Tenía nueve años, y reconocía la verdad cuando
ésta se acuclillaba a mi lado, sabía distinguir un pájaro de un halcón, como
habría dicho mi padre. El hombre que había salido del bosque aquella tarde de
sábado a mediados de verano era el Diablo y, tras las cuencas vacías de sus
ojos, su cerebro ardía.
—Vaya, ¿qué
estoy oliendo? —preguntó, como si no me hubiera oído… aunque yo sabía que lo
había hecho—. ¿Estoy oliendo a… mojado?
Se inclinó
hacia mí, con la nariz hacia fuera, como el que quiere oler una flor. Y noté
algo espantoso: a medida que la sombra de su cabeza avanzaba por la orilla, la
hierba de debajo amarilleaba y moría. El hombre bajó la cabeza hacia mis
pantalones y olfateó. Entrecerró sus ojos resplandecientes, como si hubiera
inhalado un aroma sublime y no quisiera concentrarse en nada más.
—¡Oh,
guarrería! —exclamó—. ¡Dulce guarrería! —Y entonces se puso a cantar—. ¡Ópalo!
¡Diamante! ¡Zafiro! ¡Azabache! ¡Gary, huelo tu brebaje!
Luego se
tiró sobre su espalda en aquel pequeño llano y se puso a reír como un loco.
Pensé en
echar a correr, pero mis piernas parecían estar a mil kilómetros de mi cerebro.
Sin embargo, no lloré. Había mojado los pantalones como un bebé, pero no
lloraba. Estaba demasiado asustado para llorar. De pronto supe que iba a morir,
y probablemente de forma dolorosa, pero lo peor de todo es que puede que
aquello no fuera lo peor.
Lo peor
quizá viniera después. Después de que yo estuviese muerto.
De repente,
el hombre se sentó, y el olor a cerillas quemadas que desprendía su traje me
produjo una arcada. Me miró con gravedad, con su cara blanca y alargada y sus
ojos encendidos, pero también con cierto aire risueño. Ese aire risueño nunca
lo abandonaba.
—Malas
noticias, pescadorcito —dijo—. Te traigo malas noticias.
No podía
hacer otra cosa que mirarlo: el traje negro, los finos zapatos negros, los
largos dedos blancos rematados no por dedos, sino por garras.
—Tu madre ha
muerto.
—¡No!
—grité.
Recordé a mi
madre haciendo pan, con el rizo cruzándole la frente hasta rozar su ceja,
envuelta en la intensa luz de la mañana, y de nuevo me invadió el terror…, pero
esta vez no por mí. Luego recordé su aspecto cuando salí con la caña, de pie en
la puerta de la cocina, haciéndose sombra con las manos, y que en ese momento
me había parecido la imagen de alguien a quien esperas volver a ver, pero no
verás más.
—¡No,
miente! —grité.
Sonrió, con
la triste y paciente sonrisa de un hombre que a menudo ha sido acusado
falsamente.
—Me temo que
no —dijo—. Fue lo mismo que le ocurrió a tu hermano, Gary. Una abeja.
—No es
verdad —dije, y entonces sí me eché a llorar—. Mi madre es mayor, tiene treinta
y cinco años. Si una picadura de abeja pudiera matarla como a Danny, hace mucho
tiempo que habría muerto, y usted es un cabrón mentiroso.
Le había
llamado «cabrón mentiroso» al Diablo. De alguna forma era consciente de ello,
pero la parte superficial de mi mente estaba absorbida por la enormidad de lo
que él había dicho. ¿Mi madre, muerta? Para el caso, podía haberme dicho que
había un nuevo océano donde antes estaban las Montañas Rocosas. Pero le creí.
En cierta forma le creí completamente, como siempre creemos, en cierta forma,
lo peor que podamos imaginar.
—Entiendo tu
dolor, pescadorcito, pero me temo que ese argumento no se sostiene. —Hablaba
con un tono de fingido consuelo que era horrible, exasperante, sin
remordimiento ni piedad—. Un hombre puede pasarse toda la vida sin ver un
ruiseñor, pero ¿significa eso que los ruiseñores no existen? Tu madre…
Un pez saltó
debajo de nosotros. El hombre del traje negro frunció el ceño y lo señaló con
el dedo. La trucha se agitó en el aire, su cuerpo doblándose con tal energía
que por un instante pareció que se iba a romper por la cola, y cuando cayó de
nuevo al arroyo, estaba flotando inerte y sin vida. Chocó contra la gran roca
gris donde se dividían las aguas, dio dos vueltas en el remolino que allí se
formaba, y se alejó flotando en dirección a Castle Rock. Mientras tanto, el
horrible extraño volvió hacia mí sus ojos encendidos, sus finos labios
contraídos delante de las diminutas hileras de afilados dientes en una sonrisa
caníbal.
—Tu madre
simplemente vivió toda su vida sin que le picara una abeja —dijo—. Y entonces
(de hecho, hace menos de una hora) una entró volando por la ventana de la
cocina mientras ella sacaba el pan del horno y lo ponía a enfriar sobre la
encimera.
—¡No! ¡No
voy a oír esto, no voy a hacerlo!
Levanté las
manos y me tapé los oídos. El hombre frunció los labios como si fuera a silbar
y me sopló suavemente. Fue una sola bocanada, pero más pestilente de lo que
pueda imaginarse (un hedor a alcantarillas obstruidas, a letrinas que no debían
de haber conocido ni una sola rociada de cal, a gallinas muertas después de una
inundación).
Se me
cayeron las manos a ambos lados de la cara.
—Bien
—dijo—. Debes oír esto, Gary, debes oírlo, pescadorcito. Fue tu madre la que
pasó esa flaqueza letal a tu hermano Dan. Tú tienes algo de eso, pero también
una protección de tu padre que al pobre Dan de algún modo le faltaba.
Frunció de
nuevo los labios, pero esta vez hizo un cómico sonido de lástima en vez de
echarme su fétido aliento.
—Así que,
aunque no me gusta hablar mal de los muertos, es casi un caso de justicia
poética, ¿no? Después de todo, ella mató a tu hermano Dan igual que si le
hubiera puesto una pistola en la cabeza y hubiera apretado el gatillo.
—No
—susurré—. No es verdad.
—Te aseguro
que sí —dijo él—. La abeja entró por la ventana y se posó en el cuello de tu
madre. Ella la espantó con la mano antes de saber siquiera lo que estaba
haciendo (tú eres más listo, ¿verdad, Gary?), y la abeja la picó. Al instante,
tu madre sintió que se le empezaba a cerrar la garganta. Ya sabes, eso es lo
que le ocurre a la gente que es alérgica al veneno de las abejas. Se les cierra
la garganta y se ahogan en pleno aire libre. Por eso la cara de Dan estaba tan
morada y tumefacta. Por eso tu padre le tapó con su camisa.
Miré a aquel
hombre, incapaz de articular palabra. Las lágrimas caían rodando por mis
mejillas. No quería creerle, y sabía por mis clases de religión que el Diablo
es el padre de todas las mentiras,
pero aun así le creí. Me creí que él había estado allí, en la puerta de nuestra
casa, mirando por la ventana de la cocina mientras mi madre caía de rodillas,
agarrándose su hinchada garganta mientras Candy Bill bailaba a su alrededor,
ladrando frenéticamente.
—Tu madre
hizo los ruidos más increíblemente espantosos —dijo el hombre del traje negro,
pensativo—, y me temo que se arañó la cara terriblemente. Los ojos se le
hincharon como los de una rana, y lloraba. —Hizo una pausa, y a continuación
añadió—: Lloraba al morir, ¿no es adorable? Y aquí está lo más bonito de todo.
Después de muerta…, después de haber estado quince minutos tumbada en el suelo
sin otro sonido que el del fogón y con el aguijón astillado en un lado de su
cuello (tan pequeño), ¿sabes qué hizo Candy Bill? Ese bribonzuelo lamió sus
lágrimas. Primero en un lado… y luego en el otro.
El hombre
miró al arroyo por un momento, con cara triste y meditabunda. Luego se volvió
hacia mí y su expresión luctuosa desapareció como un sueño. Su rostro estaba
tan flojo y famélico como el de un cadáver que ha muerto de hambre. Sus ojos
fulguraban, y pude ver sus dientecillos afilados entre los pálidos labios.
—Me muero de
hambre —dijo de pronto—. Voy a matarte, te abriré en canal y me comeré tus
tripas, pescadorcito. ¿Qué te parece?
—¡No!
—intenté decirle—. ¡No, por favor!
Pero ni un
sonido salió de mi boca. Comprendí que lo decía en serio. Realmente lo decía en
serio.
—Es que
tengo muchísima hambre —dijo a la vez petulante y burlón—. Y, de todas formas,
hazme caso, no querrás vivir sin tu preciosa mamá. Porque tu padre es el tipo
de hombre que necesitará un agujero caliente donde meterla, créeme, y si tú
eres el único disponible, tendrás que ser tú quien le sirva. Yo te ahorraré
todo ese engorro tan desagradable. Además, piensa que irás al cielo. Las almas
asesinadas siempre van al cielo. Así que los dos estaremos sirviendo a Dios
esta tarde, Gary, ¿no es estupendo?
Intentó
agarrarme de nuevo con sus largas y pálidas manos y yo, sin pensar lo que hacía,
destapé de golpe mi cesta, rebusqué en el fondo y saqué la gigantesca trucha
que había pescado antes, la única con la que debía haberme conformado. Se la
ofrecí ciegamente, con mis dedos en aquel vientre rojo y rajado, que yo había
destripado igual que el hombre del traje negro había amenazado con destriparme
a mí. El ojo vidrioso del pez me miró como en un sueño, y el anillo dorado en
torno a su negra cintura me recordó al anillo de boda de mi madre. En ese
momento la vi tumbada en su ataúd, con el sol arrancando destellos a su
alianza, y supe que era verdad, que la había picado una abeja, que se había
ahogado en el aire cálido y oloroso a pan de la cocina, y que Candy Bill había
lamido las lágrimas moribundas de sus hinchadas mejillas.
—¡Qué pez
más grande! —exclamó el hombre del traje negro con voz ávida y gutural—. ¡Qué
pez maaaás grande!
Entonces me
lo arrebató y se lo metió en la boca, que abrió más de lo que cualquier humano
la ha abierto jamás. Muchos años después, cuando tenía sesenta y cinco (sé que
tenía sesenta y cinco porque fue el verano en que me jubilé de la enseñanza),
fui al acuario de Nueva Inglaterra y por fin vi un tiburón. La boca del hombre
del traje negro era como las fauces abiertas del tiburón, sólo que su garganta
era de un rojo llameante, del mismo color que sus horribles ojos, y sentí en mi
cara el calor que emanaba, igual que sentimos una súbita oleada de calor salir
de una chimenea cuando prende un trozo de leña seca. Y tampoco me inventé ese
calor, estoy seguro, porque justo antes de que deslizara la cabeza de mi trucha
de cincuenta centímetros entre sus enormes garras, vi las escamas a ambos lados
del pez elevarse y retorcerse como trozos de papel flotando sobre una
incineradora abierta.
El hombre
del traje negro engulló el pez igual que un artista ambulante se traga una
espada. No masticó, y sus ojos refulgentes se hincharon como si estuviera
haciendo un esfuerzo. El pez fue entrando poco a poco, la garganta del hombre
cada vez más hinchada a medida que lo iba engullendo, y entonces él empezó a
derramar lágrimas…, sólo que eran lágrimas de sangre, morada y espesa.
Creo que fue
la visión de esas lágrimas sanguinolentas lo que me hizo recomponerme. No sé
por qué, pero creo que fue aquello. Me levanté de un salto, como movido por un
resorte, me di la vuelta con la caña de bambú todavía en una mano, y huí orilla
arriba, doblando y arrancando correosos arbustos con la otra en un intento de
subir la cuesta más rápidamente.
El hombre
hizo un ruido furioso y estrangulado, el sonido de alguien que tiene la boca
demasiado llena, y miré hacia atrás justo al llegar arriba. Venía hacia mí, con
el faldón de su chaqueta ondeando y la fina cadena dorada del reloj destellando
y relampagueando bajo el sol. La cola del pez aún sobresalía en su boca y yo
podía oler el resto del animal asándose en el horno de su garganta.
Trató de
cogerme, lanzando sus garras, y yo huí por lo alto de la cuesta. Al cabo de
unos cien metros, recobré la voz y me puse a gritar, de miedo, por supuesto,
pero también de dolor por mi preciosa madre muerta.
Él avanzaba
detrás de mí. Podía oírlo chascando ramas y batiendo arbustos, pero no eché la
vista atrás. Bajé la cabeza, entorné los ojos para protegerlos de los arbustos
y ramas bajas que colgaban a lo largo de la orilla del río, y corrí tan rápido
como pude. A cada paso esperaba sentir sus manos bajando por mis hombros y
tirando de mí en un ardiente abrazo final.
Pero no
ocurrió. Después de un tiempo indeterminado, que, supongo, no pudo ser superior
a cinco o diez minutos, pero que se me antojó eterno, vi el puente a través de
varias capas de hojas y abetos. Todavía gritando, pero ya sin aliento, como una
tetera que casi se ha quedado sin agua, alcancé la segunda cuesta, más
empinada, y emprendí la subida.
A medio
camino de la cima me resbalé y caí de rodillas, miré hacia atrás y vi al hombre
del traje negro casi pisándome los talones, con su blanco rostro convulso de
furia y ansia. Tenía las mejillas salpicadas de lágrimas sanguinolentas y su
boca de tiburón abierta como un cepo.
—¡Pescadorcito!
—rugió, subiendo la colina tras de mí y agarrándome un pie con su larga mano.
Me zafé, me
volví y le tiré la caña de pescar. Él la esquivó fácilmente agachándose, pero
de algún modo se le enredó en los pies y le hizo caer de rodillas. No esperé a
ver más. Me di la vuelta y escapé hacia lo alto de la cuesta. Casi resbalé al
llegar arriba, pero pude agarrar uno de los puntales que iban por debajo del
puente y salvarme.
—¡No
escaparás, pescadorcito! —exclamó a mis espaldas, con un tono que parecía a la
vez furioso y risueño—. Hace falta más que un bocadito de trucha para saciarme.
—¡Déjeme en
paz! —le grité.
Agarré la
barandilla del puente y me lancé por encima en una torpe voltereta, llenándome
las manos de astillas y golpeándome la cabeza con tal fuerza contra las tablas
que, al caer contra el suelo, vi las estrellas. Rodé sobre mi vientre y empecé
a gatear. Trastabillando, logré incorporarme antes de llegar al final del
puente, tropecé una vez, cogí ritmo y entonces eché a correr. Corrí como sólo
pueden hacerlo los niños de nueve años, como el viento. Sentía que mis pies
sólo tocaban el suelo cada tres o cuatro zancadas, y, quién sabe, puede que así
fuera. Corrí en línea recta por el lado derecho del camino, corrí hasta que me
palpitaron las sienes y los ojos me latían en sus cuencas, corrí hasta sentir
una fuerte punzada en el costado izquierdo, desde la parte baja de las
costillas a la axila, corrí hasta notar un regusto a sangre y algo parecido a
virutas de metal en el paladar. Cuando ya no pude correr más, me detuve dando
tumbos y miré hacia atrás, jadeando y resoplando como un caballo asmático.
Estaba convencido de que iba a ver al hombre justo detrás de mí, con su
impecable traje negro, la cadena de reloj como un círculo reluciente alrededor
del chaleco y sin un solo pelo fuera de lugar.
Pero había
desaparecido. El camino que llevaba de vuelta al arroyo entre la amenazante
masa de pinos y abetos estaba vacío. Y, no obstante, sentí su presencia en
algún lugar, cerca de aquellos bosques, mirándome con sus ojos llameantes y
oliendo a cerillas quemadas y a pescado asado.
Me volví y eché a andar lo más rápido que pude, cojeando un poco.
Sentía tirones en ambas
piernas y,
cuando me levanté de la cama a la mañana siguiente, estaba tan dolorido que
apenas podía caminar. Pero en ese momento no lo noté. No hacía más que volver
la vista atrás para comprobar una y otra vez que el camino seguía vacío a mis
espaldas. Y lo estaba cada vez que miré, pero esas rápidas ojeadas parecían
aumentar mi miedo en vez de mitigarlo. Los abetos parecían más oscuros y
espesos, y yo no paraba de imaginar lo que había detrás de los árboles que
flanqueaban el camino, largos y enmarañados pasillos de bosque, trampas
rompehuesos, barrancos donde podía vivir cualquier cosa. Hasta aquel sábado de
1914, creía que los osos eran lo peor que puede albergar el bosque.
Ahora sé que
no.
(SEGUNDA PARTE)
(SEGUNDA PARTE)
Unos dos
kilómetros más adelante, justo pasado el lugar donde el camino salía del bosque
y se unía al camino de Geegan Flat, vi a mi padre que venía hacia mí silbando El viejo cubo de roble. Llevaba
su caña, la del carrete ribeteado que había comprado en el almacén de Monkey
Ward. En la otra mano llevaba su cesta, con la cinta que mi madre había cosido
al asa cuando aún vivía Dan. «Dedicado a Jesús», decía la cinta. Yo iba
andando, pero cuando lo vi eché de nuevo a correr, gritando «¡Papá, papá!» con
todas mis fuerzas y tambaleándome con mis cansadas y combadas piernas como un
marinero borracho. La expresión de sorpresa en su cara al reconocerme quizá
fuera cómica en otras circunstancias, pero no en aquéllas. Soltó la caña y la
cesta en el camino sin ni siquiera mirarlas y echó a correr hacia mí. Nunca en
su vida vi a mi padre correr tan rápido. Cuando nos juntamos, fue un milagro que
el choque no nos dejara a los dos inconscientes, y yo me golpeé la cara contra
la hebilla de su cinturón tan fuerte que empecé a sangrar un poco por la nariz.
Pero de eso no me di cuenta hasta más tarde. En aquel momento me limité a
extender los brazos y me aferré a él con todas mis fuerzas. Lo agarré y
restregué mi acalorado rostro sobre su tripa, cubriéndole el viejo peto azul de
sangre, lágrimas y mocos.
—¡Gary!,
¿qué te ocurre? ¿Qué ha pasado? ¿Estás bien?
—¡Mamá ha
muerto! —gemí—. Me he encontrado a un hombre en el bosque y me lo ha dicho.
¡Mamá ha muerto! ¡Le ha picado una abeja y se ha hinchado como le pasó a Dan, y
se ha muerto! Está en el suelo de la cocina y Candy Bill… lamió las lágrimas…
de su…
Cara era la palabra que me faltaba por decir, pero
para entonces el pecho me palpitaba tanto que no pude articularla. Las lágrimas
anegaron de nuevo mis ojos, y el rostro sorprendido y asustado de mi padre se
desdibujó en tres imágenes solapadas. Empecé a aullar, no como un niño pequeño
que se ha despellejado la rodilla, sino como un perro que ha visto algo malo a
la luz de la luna, y mi padre me apretó de nuevo la cabeza contra su liso y
duro vientre. Pero yo me solté de sus brazos y miré hacia atrás. Quería asegurarme
de que no venía el hombre del traje negro. Pero no había ni rastro de él, y el
camino que serpenteaba de regreso al bosque estaba completamente desierto. Me
prometí a mí mismo no bajar nunca más por ese camino, jamás, pasara lo que
pasara, y ahora supongo que la mayor bendición de Dios a sus criaturas es que
no pueden ver su futuro. Me habría vuelto loco de haber sabido que, menos de
dos horas después, iba a recorrer de nuevo ese camino. En ese momento, sin
embargo, sólo sentía alivio al comprobar que estábamos solos. Entonces pensé en
mi madre, mi preciosa madre muerta, hundí de nuevo la cara en el vientre de mi
padre y aullé un poco más.
—Gary, escúchame —dijo él al
cabo de un instante.
Yo seguía
aullando. Mi padre me dejó un poco de tiempo para desahogarme, luego se agachó
y
me subió la
barbilla para que pudiéramos vernos la cara.
—Tu madre
está bien —dijo.
Yo sólo
podía mirarlo con las mejillas inundadas de lágrimas. No le creía.
—No sé quién
te ha dicho otra cosa, ni qué clase de canalla querría asustar así a un niño
pequeño, pero te juro por Dios que tu madre está bien.
—Pero…, pero
él dijo…
—No me
importa lo que dijo. Volví de casa de Eversham antes de lo que esperaba (no
quiere vender ninguna vaca, es sólo de boquilla), y decidí que estaba a tiempo
de alcanzarte. Cogí la caña y la cesta y tu madre nos preparó un par de
rebanadas con mermelada de su nuevo pan, todavía caliente. Así que estaba bien
hace media hora, Gary, y te aseguro que nadie que sepa otra cosa ha venido en
esta dirección, no en esta media hora —miró detrás de mí y dijo—: ¿Quién era
ese hombre? ¿Y dónde estaba? Voy a buscarlo y le voy a dar una paliza de
muerte.
Pensé mil
cosas en sólo dos segundos, o al menos eso me pareció, pero la última de todas
fue la más poderosa: si mi padre se encontraba con el hombre del traje negro,
no creo que fuera él quien buscara pelea. Ni quien huyera.
Yo aún
recordaba esos largos dedos blancos, rematados por garras.
—¿Gary?
—Creo que no
me acuerdo —dije.
—¿Estabas
donde se bifurca el río? ¿En la roca grande?
Nunca pude
mentir a mi padre cuando me hacía una pregunta directa, ni siquiera para salvar
su vida o la mía.
—Sí, pero no
vayas allí —dije, agarrándolo del brazo con las dos manos y tirando de él con
fuerza—. Por favor, no vayas. Ese hombre daba miedo. —Entonces me vino la
inspiración como un fogonazo—. Creo que llevaba una pistola.
Mi padre me
miró pensativo.
—Puede que
no hubiera ningún hombre —dijo elevando un poco el tono en la última palabra
hasta convertirla en algo que era casi, aunque no del todo, una pregunta—.
Quizá te quedaste dormido mientras pescabas y tuviste una pesadilla. Como la
que tuviste sobre Danny el invierno pasado.
Había tenido
un montón de pesadillas sobre Dan el invierno anterior, sueños en los que yo
abría la puerta del armario o la que daba acceso al oloroso lagar y lo veía
allí de pie, mirándome con su rostro violáceo y estrangulado. Después de muchas
de esas pesadillas, me despertaba gritando y despertaba también a mis padres.
Igualmente, me había quedado dormido un rato a la
orilla del
riachuelo (amodorrado, en cualquier caso), pero no había soñado nada y estaba
seguro de haberme despertado justo antes de que el hombre del traje negro
matara a la abeja de una palmada que la hizo desplomarse desde mi nariz hasta
mi muslo. No lo había soñado como había soñado lo de Dan, de eso estaba seguro,
aunque mi encuentro con aquel hombre ya había adquirido una cualidad onírica en
mi mente, como supongo que siempre ocurre con los hechos sobrenaturales. Pero
si mi padre creía que aquel hombre sólo existía en mi cabeza, quizá fuera
mejor. Mejor para él.
—Supongo que
pudo ser eso —dije.
—Bueno,
debemos volver y encontrar la caña y la cesta.
Mi padre, de
hecho, se puso a andar en esa dirección, y tuve que tirarle frenéticamente del
brazo para detenerlo y hacer que se diera la vuelta.
—Luego —le
dije—. Por favor, papá. Quiero ver a mamá. Tengo que verla con mis propios
ojos.
Mi padre se
lo pensó, y a continuación asintió con la cabeza.
—Supongo que
sí. Primero iremos a casa y luego cogeremos la caña y la cesta.
Así que
volvimos caminando juntos a la granja, mi padre con la caña al hombro, como uno
cualquiera de mis amigos, yo llevando su cesta, y los dos comiendo rebanadas
del pan de mi madre, untadas con mermelada de grosella.
—¿Has
pescado algo? —me preguntó mi padre cuando divisamos el granero.
—Sí
—respondí—. Una trucha arcoíris bastante grande.
«Y una
trucha de arroyo mucho más grande —pensé, pero no se lo dije—. En verdad, la
más grande que he visto en mi vida, pero no la tengo para enseñártela. Se la di
al hombre del traje negro para que no me comiera. Y funcionó… por los pelos».
—¿Eso es
todo? ¿Nada más?
—Después de
pescarla me quedé dormido.
No era
propiamente una respuesta, pero tampoco una mentira, en realidad.
—Tuviste
suerte de no perder la caña. Porque no la perdiste, ¿verdad, Gary?
—No —dije,
reticente.
Mentir sobre
aquello no habría servido de nada ni aunque fuera capaz de inventarme una
patraña, no si él estaba decidido a volver de todas formas por mi caña, y pude
ver en su cara que sí lo estaba.
Más
adelante, Candy Bill vino corriendo desde la puerta trasera ladrando como loco
y moviendo las ancas de un lado a otro como hacen los terrier cuando están
nerviosos. No pude esperar más. La esperanza y la angustia borboteaban en mi
garganta como la espuma. Dejé atrás a mi padre y eché a correr hacia la casa,
con su cesta todavía en la mano y convencido, en lo más profundo de mi corazón,
de que iba a encontrar a mi madre muerta en el suelo de la cocina, con la cara
hinchada y tumefacta como la de Dan cuando mi padre lo trajo de aquel prado,
gritando e invocando el nombre del Señor.
Pero mi
madre estaba de pie junto a la encimera, tan sana y salva como cuando la dejé,
tarareando una canción mientras pelaba guisantes en un cuenco. Me echó una
ojeada, primero sorprendida y luego asustada al reparar en mis ojos muy
abiertos y en mis pálidas mejillas.
—Gary, ¿qué
te pasa? ¿Qué ocurre?
No respondí,
tan sólo corrí hacia ella y la cubrí de besos. En algún momento, mi padre entró
y dijo:
—No te
preocupes, Lo. El chico está bien. Es sólo que ha tenido una de sus pesadillas
cuando estaba junto al arroyo.
—Dios quiera
que sea la última —dijo mi madre, y me abrazó más fuerte mientras Candy Bill
bailaba en torno a nuestros pies, ladrando como loco.
—No tienes
que venir si no quieres, Gary —dijo mi padre.
Sin embargo,
ya había dejado claro que pensaba que debía ir, que debía volver y enfrentarme
a mis miedos, como supongo que diría la gente hoy en día. Eso está muy bien
para terrores inventados, pero las últimas dos horas no habían hecho mucho por
cambiar mi convicción de que el hombre del traje negro había sido real. Sin
embargo, no sería capaz de convencer a mi padre de aquello. No creo que haya
habido nunca un niño de nueve años capaz de convencer a su padre de que ha
visto al Diablo salir del bosque con un traje negro.
—Iré —dije.
Había salido
de la casa para unirme a él antes de que se marchara, armándome de valor para
ponerme en marcha, y ahora estábamos de pie junto al tajo en el patio lateral,
no lejos de la pila de leña.
—¿Qué llevas
detrás de la espalda? —preguntó.
Se lo
enseñé. Iba a acompañarle, y esperaba que el hombre del traje negro con el pelo
completamente liso peinado hacia la izquierda se hubiera esfumado… Pero si no,
quería estar preparado. Tan preparado como fuera posible, en cualquier caso.
Llevaba en la mano la Biblia familiar que había sacado de detrás de mi espalda.
Había pensado llevar mi Nuevo Testamento, que había ganado por memorizar el
mayor número de salmos en la competición de los jueves por la noche en la
hermandad juvenil (conseguí memorizar ocho, aunque la mayoría de ellos,
exceptuando el 23, se me habían borrado de la mente al cabo de una semana),
pero el pequeño Testamento rojo no parecía suficiente cuando tal vez me
enfrentara al mismo Diablo, ni siquiera con las palabras de Jesús marcadas con
tinta roja.
Mi padre
miró la vieja Biblia, hinchada de documentos familiares y fotos, y creí que me
iba a hacer devolverla a su sitio, pero no lo hizo. Una expresión de tristeza
mezclada con compasión atravesó su rostro, y asintió con la cabeza.
—Está bien
—dijo—. ¿Sabe tu madre que la has cogido?
—No.
Volvió a
asentir.
—Entonces
espero que no la eche en falta antes de que volvamos. Vamos. Y que no se te
caiga.
Media hora
más tarde, estábamos los dos en lo alto de la orilla, mirando al lugar donde se
bifurcaba el Castle y a la pequeña explanada donde había tenido lugar mi
encuentro con el hombre de los ojos naranjas. En la mano llevaba la caña de
bambú (la había cogido de debajo del puente) y la cesta estaba en la pequeña
planicie, con la tapa de mimbre vuelta del revés. Mi padre y yo nos quedamos un
buen rato mirando hacia abajo, y ninguno de los dos dijo nada.
«¡Ópalo!
¡Diamante! ¡Zafiro! ¡Azabache! ¡Gary, huelo tu brebaje!». Éste había sido el
desagradable poemita que había recitado aquel hombre antes de echarse boca
arriba y reírse como un niño que acaba de descubrir que tiene el valor suficiente
para decir cochinadas como «caca» o «pis». La explanada de abajo estaba tan
verde y exuberante como cualquier otro lugar de Maine donde dé el sol a
principios de julio… excepto en el sitio donde el hombre se había tumbado. Allí
la hierba, seca y amarillenta, formaba una silueta humana.
Bajé la
vista y vi que sostenía la abultada y vieja Biblia familiar delante de mí,
apretando la cubierta tan fuerte con mis pulgares que se me pusieron blancos.
Así era como Norville, el marido de Mama Sweet, sostenía una varilla de sauce
cuando intentaba encontrar aguas subterráneas para alguien.
—Quédate
aquí —dijo por fin mi padre.
Bajó
derrapando de lado por la loma, hundiendo sus zapatos en la fértil y mullida
tierra y moviendo los brazos en busca de equilibrio. Yo me quedé donde estaba,
blandiendo rígidamente la Biblia como una varilla de zahorí y con el corazón a
punto de estallar. No sé si en esa ocasión me sentí observado o no. Estaba
demasiado asustado para sentir nada, excepto el deseo de estar lejos de aquel
lugar y de aquel bosque.
Mi padre se
agachó, olfateó el tramo de hierba muerta, y torció el gesto. Yo sabía lo que
estaba oliendo: algo parecido a cerillas quemadas. Luego echó un vistazo por
encima del hombro para comprobar que no venía nadie por detrás. No había nadie.
Cuando me entregó la cesta, la tapa aún colgaba del revés en sus pequeñas y
bonitas junturas de cuero. Miré dentro y no vi más que dos puñados de hierba.
—¿No dijiste
que habías cogido una trucha arcoíris? —dijo mi padre—. Aunque puede que
también lo soñaras.
Algo en su
tono me picó.
—No —dije—.
Sí que la pesqué.
—Bueno, lo
que es seguro es que no se escapó de un coletazo, no si estaba limpia y destripada. Y tú no meterías un pez en
la cesta sin hacer eso, ¿verdad, Gary? Yo te he enseñado a hacer bien las
cosas.
—Sí, es
verdad, pero…
—Entonces,
si no has soñado que la pescaste y estaba muerta en la cesta, algo tuvo que
venir y comérsela —dijo mi padre, echando otro vistazo por encima de su hombro
con los ojos muy abiertos, como si hubiera oído algo moverse en el bosque.
No me
sorprendió mucho ver gotas de sudor brillando en su frente, como grandes joyas
transparentes.
—Vamos
—dijo—. Larguémonos de aquí.
Es lo que yo
quería, y volvimos por la orilla hasta el puente, caminando rápido y en
silencio. Al llegar allí, mi padre echó una rodilla al suelo y examinó el lugar
donde había encontrado mi caña. Allí había otro tramo de hierba muerta, y las
orquídeas estaban marrones y enroscadas sobre sí mismas, como si una ráfaga de
calor las hubiera chamuscado. Mientras mi padre hacía aquello, yo inspeccioné
la cesta vacía.
—Aquel
hombre debió de volver para comerse también el otro pez —dije.
Mi padre
levantó los ojos y me miró.
—¿Otro pez?
—Sí, no te
lo había dicho, pero también pesqué una trucha de arroyo. Una muy grande. Ese
tipo tenía un hambre feroz…
Quería decir
más cosas, pero las palabras me temblaban en los labios y al final no lo hice.
Subimos
hasta el puente y nos ayudamos el uno al otro a saltar la barandilla. Mi padre
cogió la cesta, miró dentro, se fue hasta la baranda y la tiró por encima.
Llegué junto a él justo a tiempo de verla caer al río y flotar como una barca,
hundiéndose cada vez más a medida que el agua entraba a raudales entre sus
mimbres.
—Huele mal
—dijo mi padre sin mirarme, y su voz sonó extrañamente a la defensiva.
Fue la única
vez en mi vida que le oí hablar así.
Si
tu madre pregunta, le diremos que no hemos podido encontrarla. Si no pregunta,
no le diremos nada.
—De
acuerdo.
Y
ocurrió que mi madre no preguntó, nosotros no le dijimos nada y ahí quedó la
cosa.
Ese
día en el bosque fue hace ochenta y un años, y en muchos de los años
transcurridos desde entonces ni siquiera he pensado en él… al menos despierto.
Como cualquier otro hombre o mujer en este mundo, no puedo responder de mis
sueños. Pero ahora soy viejo y me parece que sueño despierto. Los achaques me
acechan como olas que pronto se llevarán un castillo de arena abandonado por un
niño, y también los recuerdos, lo que me recuerda el fragmento de una vieja
nana que dice: «Déjalos a su aire / y volverán a casa, / moviendo el rabo tras
de sí». Recuerdo cosas que comí, juegos a los que jugué, chicas a las que besé
en el guardarropa del colegio cuando jugábamos al cartero, chicos con los que hice
amistad, el primer trago que tomé, el primer cigarrillo que fumé (tabaco de
hoja de maíz detrás de la pocilga de Dicky Hammer, y vomité). Pero, de todos
los recuerdos, el del hombre del traje negro es el más fuerte y brilla con su
luz propia, espectral y embrujada. Era real, era el Diablo, y aquel día yo fui
su mandado o su suerte. Tengo la sensación, cada vez más, de que escapar de él
fue mi suerte, pura suerte, y no la intercesión del dios al que he venerado y
cantado himnos durante toda mi vida.
Mientras
descanso en mi habitación de la residencia, y en el decrépito castillo de arena
que es mi cuerpo, me digo que no debo temer al Diablo, que he tenido una vida
buena y agradable, y que no debo temer al Diablo. A veces me recuerdo a mí
mismo que fui yo, y no mi padre, quien terminó convenciendo a mi madre de que
volviera a la iglesia aquel verano. A oscuras, sin embargo, estos pensamientos
no tienen el poder de calmarme ni de consolarme. A oscuras, oigo una voz que
susurra que el niño de nueve años que fui tampoco había hecho nada por lo que
justamente debiera temer al Diablo… y, aun así, el Diablo vino. A oscuras, a
veces oigo esa voz que suena aún más bajo, a un volumen que es inhumano. «¡Qué
pez más grande! —susurra con su tono voraz y callado, y todas las certezas del
mundo moral se derrumban ante su apetito—. ¡Qué pez maaás grande!».
El
Diablo se me apareció una vez, hace mucho tiempo. ¿Y si se volviera a presentar
ahora? Ya soy demasiado viejo para salir corriendo. Ni siquiera puedo ir y
volver del baño sin el andador. Tampoco tengo una trucha grande y hermosa para
aplacarlo ni siquiera por un segundo. Soy viejo y mi cesta está vacía. ¿Y si el
Diablo volviera y me encontrara así?
¿Y
si todavía estuviera hambriento?
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